«El
Señor es mi Pastor»
. El primer verso ya nos dice que
hay que leer todo el poema como una imagen para hablar de la relación entre el
orante y Dios. El título de «pastor» para nombrar a los reyes y guías del pueblo
es habitual en el Oriente antiguo, así como en Grecia y en otros pueblos. La
Biblia lo utiliza varias veces para hablar de Dios, tanto en los libros
históricos como en los proféticos, en los poéticos y en los sapienciales
(Génesis 49, 24; Isaías 40, 11; Salmo 80, 2; Eclesiástico 18, 13; etc.). Dios
mismo, en el capítulo 34 del profeta Ezequiel, se compara a sí mismo con un
Pastor que quiere cuidar, proteger y alimentar a sus fieles. Como los jefes del
Pueblo han sido malos pastores, porque han utilizado a las ovejas en su propio
provecho, Dios se ocupará personalmente de cada una, cubriendo todas sus
necesidades: «Vosotros os bebéis su leche, os vestís con su lana, matáis las
ovejas gordas, pero no apacentáis el rebaño, ni robustecéis a las flacas, ni
vendáis a las heridas, ni buscáis las perdidas... Yo mismo buscaré a mis ovejas
y las apacentaré... Buscaré a la oveja perdida y traeré a la descarriada,
vendaré a la herida, robusteceré a la flaca, cuidaré a la gorda. Las apacentaré
como se debe». Son imágenes tiernas, que nos hablan de un amor personal de
Dios por su rebaño, que no nos trata a todos por igual, sino que sale a nuestro
encuentro, respondiendo a las necesidades y esperanzas concretas de cada
uno.
En
la antigüedad, los israelitas eran pastores seminómadas. Natán cuenta a David
en el segundo libro de Samuel, capítulo 12, nos puede ayudar a comprender lo que
estamos diciendo: «Había en una ciudad dos hombres, uno rico y otro pobre. El
rico tenía muchas ovejas y vacas. El pobre no tenía más que una corderilla que
había comprado. La había criado y había crecido con él y con sus hijos, comía de
su bocado, bebía de su vaso, dormía en su regazo...». El salmo quiere evocar
esa atmósfera de afecto, esa experiencia de confianza, de tranquilidad, porque
se sabe que hay alguien que se interesa por ti, que se preocupa por tu
vida.
«Nada me falta».
Tanto en Israel como en todo
el Medio Oriente no abundan ni el agua ni los pastos. Pasar hambre y sed es una
experiencia ordinaria cuando se atraviesan los amplios espacios desérticos.
Quien ve los rebaños de los beduinos se extraña de lo extremadamente flacos que
están los animales. En este contexto se comprende lo grande que es poder hablar
de abundancia, afirmar que no se carece de nada. Ciertamente, como escribió
Santa Teresa de Jesús, «Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios
basta».
«En
prados de hierba fresca me hace reposar».
Conseguir
hierba en el desierto es ya suficiente para sobrevivir, pero si, además, la
hierba es fresca, el hallazgo se convierte en una fiesta. Después de un camino
árido y polvoriento, la sola vista de un prado invita al descanso. Las ovejas
pueden reposar después de haber comido, en las horas en que el excesivo calor no
permite desplazarse: «Dime dónde apacientas el rebaño, dónde lo llevas
sestear al mediodía» (Cantar de los Cantares 1, 7).
«Me
conduce junto a fuentes tranquilas».
El agua no sólo
quita la sed, también limpia del polvo del camino y refresca. El mismo sonido de
la fuente relaja y hace olvidar las fatigas. Pero las fuentes son los lugares
más peligrosos para los rebaños. Tanto los lobos como los salteadores saben que
allí terminan acudiendo a beber y se esconden esperando a sus presas. El salmo
subraya que las fuentes a las que nos conduce nuestro pastor son «tranquilas»,
seguras. La Sagrada Escritura usa muchas veces el símbolo de la sed para hablar
del deseo de Dios y del agua para hablar del don del Espíritu Santo. «Como
busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío. Mi alma
tiene sed de Dios...» (Salmo 42, 2-3). «Os rociaré con agua pura y os
purificaré de todas vuestras impurezas. Os daré un corazón nuevo y os infundiré
mi Espíritu...» (Ezequiel 36, 25ss).
«Y
repara mis fuerzas».
Después del cansancio del
camino, el alimento, la bebida y el descanso nos hacen tomar fuerzas para poder
seguir caminando. Literalmente dice: «repara mi aliento», mi alma, entendido
como mi vigor y mi vida también. En algunas ocasiones nos sentimos agotados y
nos parece que ya no podemos más. Es el momento de escuchar las palabras del
Salmo 27: «El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién
temeré? El Señor es mi fuerza y mi energía, ¿quién me hará temblar? Aunque los
malvados se levanten contra mí... Él me recogerá en su tienda... Aunque mi padre
y mi madre me abandonen, Él me acogerá».
«Me
guía por el camino justo».
La experiencia de caminar
acompaña a todo hombre. Nos desplazamos de un sitio a otro y toda nuestra vida
es un camino. A veces equivocamos la senda, porque, como nos recuerda Antonio
Machado: «Caminante, no hay camino, se hace camino al andar». El pastor
adapta su paso a la necesidad de las ovejas, va en busca de un lugar bueno para
ellas. Para los hombres, decir esto es confesar que el Señor nos guía por el
camino justo, el único bueno, aunque no lo entendamos inmediatamente. Él nos
lleva al mejor lugar, que nosotros solos no podríamos encontrar: las fuentes
tranquilas, el agua que produce paz y calma la sed más profunda del que la bebe:
«Te guiaré por el camino de la sabiduría, te conduciré por sendas justas»
(Proverbios 4, 11). «Peregrino soy en esta tierra, no me ocultes tus
mandatos... Enséñame, Señor, tu camino para que lo siga». (Salmo 119, 19.
33).
«Haciendo honor a su Nombre».
El pastor que
cumple bien su trabajo, que cuida de su rebaño, lo alimenta, lo proteje y lo
guía por los caminos acertados, hace honor a su nombre. «El asalariado, que
no es verdadero pastor ni propietario de las ovejas, cuando ve venir al lobo,
las abandona y huye; y el lobo hace presa de ellas. Se porta así porque trabaja
únicamente por la paga y no le importan las ovejas. Yo soy el Buen Pastor que
conozco a mis ovejas y cada una de ellas es importante para mí» (Juan 10,
12ss).
«Aunque pase por un valle tenebroso, ningún mal
temeré»
. El pastor nos da tanta seguridad, que hasta
podríamos atravesar con él el valle tenebroso. La oscuridad del valle da
miedo por los peligros que puede esconder, porque no se ve el camino, por la
semejanza entre las tinieblas y la muerte. Este salmo, para decir «tinieblas»,
utiliza una palabra rara, que no se usa casi nunca: «salmawet» y que podríamos
traducir por «oscuro como la muerte». En hebreo, «mawet» significa «muerte». La
muerte es evocada para el lector por la oscuridad del valle y por la palabra con
la que se habla de esta oscuridad. De hecho, la Biblia griega traduce «aún si
camino por el valle de la muerte, no temo, porque Tú me acompañas». Una
imagen de gran fuerza para recordarnos nuestra condición de mortales en un
contexto de gran dulzura (grandezas de la poesía).
«Porque Tú estás conmigo».
Hemos llegado al
centro del salmo y a su momento más intenso. La verdadera razón de que yo me
sienta seguro, de que no tenga miedo, de que me atreva a pasar el valle de la
oscuridad y de la muerte es que «Tú estás conmigo». Los prados frescos,
el agua abundante, la protección frente a los enemigos... todo es bueno, pero
saber que Tú caminas a mi lado es lo más importante. «Si te tengo a Ti, ya no
necesito nada de la tierra » (Salmo 73, 25). «Si el Señor está conmigo,
no tengo miedo. ¿Qué podrá hacerme el hombre?» (Salmo 118, 6).
«Tu
vara y tu cayado me dan seguridad»
. Palestina es una
tierra cálida. Los viajes con el ganado se hacen temprano, antes de que caliente
el sol, o al atardecer, cuando se oculta. Las ovejas no tienen miedo de
extraviarse en la oscuridad, porque se siguen unas a otras y, a lo largo del
camino, oyen el sonido de la vara del pastor que camina con ellas. El cayado,
arma con la que defender a las ovejas de las alimañas, es al mismo tiempo el
signo tierno de la presencia del pastor junto al rebaño, que toca con su punta
los lomos de la que se desvía para reconducirla al redil y, con el ruido que
hace al apoyarlo en el suelo, guía su caminar. Con el sonido del bastón de Dios
en nuestras vidas, no tenemos miedo ni de la muerte. La imagen hace también
referencia al bastón de mando, al cetro de Dios, con el que gobierna todas las
cosas para el bien de su pueblo. El salmo siguiente, el 24, habla del Señor «Rey
de la gloria», y comienza así: «Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el
mundo y todos sus habitantes». El mismo David era rey y pastor. La
referencia al cayado de pastor y al bastón de mando es riquísima de evocaciones:
Dios salvador, liberador, guía del pueblo, en relación con la salida de Egipto y
la Monarquía.
La
sensación de seguridad y de protección prosigue con la segunda imagen del salmo:
la del señor que acoge un huésped en su casa.
«Me
preparas un banquete frente a mis enemigos»
. La
palabra usada en hebreo significa «desenrollar», con el sentido de extender unas
pieles de cabra a la puerta de la tienda, para colocar sobre ellas la comida.
Podemos reconstruir la escena: un hombre huye de sus enemigos por el desierto.
Casi imposible salvarse. Improvisadamente, encuentra un beduino que lo acoge en
su tienda. La ley de la hospitalidad era sagrada para los semitas. Cuando
alguien es acogido, invitado a comer, se convierte en intocable. Los enemigos no
se pueden acercar a él. «El Señor hace justicia al huérfano, a la viuda y ama
al emigrante suministrándole pan y vestido. Amad vosotros también al emigrante,
ya que emigrantes fuisteis...» (Deuteronomio 10, 18-19). Abrahán recibió la
promesa definitiva cuando acogió en su casa a unos peregrinos que resultaron ser
enviados de Dios (Génesis 18). «No olvidéis la hospitalidad, pues gracias a
ella algunos hospedaron, sin saberlo, a ángeles» (Hebreos 13, 2). Lot
prefiere entregar a sus dos hijas antes que a unos desconocidos acogidos en su
casa (Génesis 19).
«Perfumas con ungüento mi cabeza»
. El ungir a
un huésped era la mayor manifestación de veneración que se podía tener con él.
El aceite enriquecido de esencias perfumadas da frescor, suaviza la piel. Es
éste un gesto de extremo afecto y consideración para el que llega cansado por el
calor del desierto y las penalidades de la huida. «¡Qué hermoso es que los
hermanos vivan unidos! Es como ungüento perfumado derramado en la cabeza.»
(Salmo 133 1-2). Una mujer de Betania tendrá este gesto con Jesús y él lo
agradecerá a pesar de la incomprensión de los discípulos, llegando a afirmar que
esa mujer sería recordada en todos los lugares donde se predique el Evangelio
(Mateo 26, 6ss).
«Y
mi copa rebosa»
. La copa que rebosa es, igualmente,
signo de la generosidad con que el huésped es acogido. No recibe sólo lo
necesario. Hay algo de superfluo, de añadido, de generosidad total, en los actos
de Dios. Recordemos, por ejemplo, la narración de la creación. Dios no hace sólo
lo necesario, sino que, además, entrega al hombre ríos con agua abundante, con
oro fino, con piedras preciosas y perfumes (Génesis 2, 10ss). Lo mismo sucede
cuando los israelitas salen de Egipto. Dios no sólo les da la libertad. Les
enriquece también con los bienes y el oro de los egipcios (Éxodo 12,
36).
«Tu
amor y tu bondad me acompañan».
Ésta es la imagen
más extraña para los occidentales. Es como si el beduino que me ha acogido en su
tienda y me ha defendido de mis enemigos, me pusiera ahora dos guardaespaldas
que me acompañen de regreso a mi casa. Aquí, los dos acompañantes son una
personificación del Amor y la Bondad de Dios, última referencia del salmo.
Aunque a nosotros pueda resultarnos rara la personificación de cualidades
divinas, en la Biblia es bastante común: «La Salvación está cerca de los que
le honran y la Justicia habitará en nuestra tierra. El Amor y la Fidelidad se
encuentran, la Justicia y la Paz se besan... La Justicia marchará delante de él
y la Rectitud seguirá sus pasos» (Salmo 85, 10ss).
«Todos los días de mi vida»
. No hablamos de
un acompañamiento pasajero, sino de la certeza de una protección continua, como
si se respondiera a la petición con que concluye el salmo 28: «Salva a tu
pueblo, bendice tu heredad, apaciéntanos y guíanos por siempre».